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Titiritero de palabras

La pena del odio

La pena del odio

 

Hoy, en estos días, en estos años, como tantas veces en la Historia, como casi en todo momento desde que nuestro pequeño mundo de bípedos implumes es mundo, proliferan por todas partes, nos llegan noticias de ellos por todos lados, actos de odio.

 

Odio al diferente, al que piensa distinto, al pobre, al extranjero, al vecino, al pariente, al adversario que da sentido a un partido de nuestro hijo, que si no se aburriría jugando al fútbol contra una portería vacía.

 

Hace no muchos años que se incorporaron al Código Penal español tipos específicos sancionando delitos de odio. Y en ocasiones se aplican. Quizás los veremos aplicados a gentes que , cargadas de odio, agreden a quien pone o quita un trapo de no sé qué color, una bandera, un lazo... o como agravantes en condenas por delitos mayores donde esa pasión fue componente esencial de la motivación.

 

Sanciones posiblemente necesarias para desincentivar comportamientos atroces y reducir el número de tales actos, protegiendo a las potenciales víctimas futuras de hechos similares, víctimas que podemos ser cualquiera de nosotros. Tú, querido lector, yo, o cualquiera de nuestros seres más próximos.

 

Lo que con frecuencia se nos escapa es que por el odio no penamos principalmente en prisiones con muros. Penamos desde el primer instante, y sin que nadie ajeno nos procese, en esa terrible prisión que es nuestra cabeza, dentro de los muros de los huesos del cráneo.

 

Penamos porque cualquiera que sea el sufrimiento que inflijamos, antes ya nos hemos hecho daño a nosotros mismos. Podemos quebrarle los huesos a nuestro odiado, pero antes ya hemos quebrado nuestra serenidad, y, más aún, nuestra condiciónd de humanos.

No creo que nuestra especie se hiciese humana cuando empezó a ser capaz de preparar herramientas más sofisticadas que las de otros primates, cuando conseguimos encender y controlar el fuego o cuando empezamos a cocinar nuestra comida. Creo que nos hicimos humanos cuando empezamos a tener compasión, cuando empezamos a amar por encima de nuestra capacidad animal. Cuando empezamos a procurar alimento y supervivencia a nuestros congéneres enfermos o ancianos que no podían procurársela por sí mismos en lugar de dejarlos morir cual animal inútil para la caza a quien su manada abandona a su suerte.

 

Los campos de exterminio nazis, cargados de extremado odio alimentado por el clima social creado por el odio de los vencedores de la Primera Guerra Mundial y sus excesos sobre el vencido mostraron lo peor del ser humano contemporáneo, como también lo mostraron los análogos de supuestos signos contrarios , de Rusia a Camboya. Como cuando creíamos ingenuamente que eso no se volvería a repetir, que estábamos vacunados por el horror, y en los Balcanes nos demostraron que no. Que esos fantasmas siguen vivos, que seguramente nos acompañarán durante toda la existencia de la especie. El planificar, crear y usar métodos industriales para aniquilar millones de vidas humanas y los cadáveres resultantes cual si fueran un problema como el tratamiento de basuras dio lugar, ciertamente, entre los que allí fueron llevados, a casos de lo peor también, de sálvese quien pueda, de presos que sobrevivieron a cambio de convertirse en ayudantes de carceleros más crueles que el más cruel de los titulares a los que reforzaban.

 

Pero al igual que sacó lo peor de muchos seres humanos y no sólo entre los originariamente victimarios, sacó lo mejor, de colaboración entre víctimas, de apoyo mutuo a la supervivencia, de fuerzas en la flaqueza del hambre extrema y el trabajo penoso en pos de fines mayores a uno mismo.

Dio lugar a "kapós", pero dio lugar a Viktor Frankl, y a muchos Victor Frankls anónimos, movidos por ese amor que nos hace humanos. Por ese com-padecer con otros seres sufrientes que han perdido la capacidad de valerse solos y no abandonamos como lobos inútiles para la caza.

 

No. La pena del odio no es la que nos impone nadie. La pena del odio es que nos priva de nuestra propia humanidad. Que nos hace sufrir en nuestra hirviente cabeza en lugar de amar en nuestro cálido corazón. Que no se puede odiar y amar al mismo tiempo. Que nos roba el superior placer de amar. Nos drena las únicas energías que dan lugar a contento permanente, malvendiéndolas por una satisfacción insana y efímera. A merced de la pena de odiar, aislados del gozo de amar.

 

Una pena.

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